El principio del fin de Black Mirror (I): Hated in the Nation

A Black Mirror poco tardaron en colgarle el sanbenito de ser la Twilight Zone (1959-1964) del siglo XXI. Sin embargo la serie de Charlie Brooker tiene una mayor limitación conceptual que la hace más proclive al agotamiento y Hated in the Nation, sexto episodio de la tercera temporada, fue el primer aviso antes del repunte que supuso la cuarta temporada, y la caída total en los infiernos de la quinta

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Black Mirror Hated in the Nation

Sobre el papel la idea parecía buena: cerrar la temporada con un colofón de hora y media que dejase satisfecho al tipo de espectador que intenta fomentar Netflix: el amante de los largos maratones al que una temporada de solo seis episodios le saben a poco (recordemos que aún así seis episodios son el doble que en temporadas anteriores). El problema es que formalmente estamos ante uno de los episodios más endebles de la serie y su excesiva extensión contribuye a subrayar su fallida narrativa.

No es la primera vez que Black Mirror combina su habitual premisa de sci-fi premonitoria con un género muy asentado en las dinámicas televisivas de eficacia probada, y en este caso parece que estamos ante un policiaco de libro. Tanto es así, que recuerda en tono y estructura al procedimental fantástico de los noventa por antonomasia: Expediente X (The X- Files, 1993-2018).

Lástima que se trate de un acercamiento formulaico y emocionalmente gris.

No obstante hay varias ideas estimulantes a destacar Por ejemplo, brilla el concepto de serial killer imparable surgido de una masa enfurecida internetera, hambrienta de una nueva víctima a la que lapidar, así como el giro donde descubrimos que todo ha sido provocado por un terrorista despechado. Efectivamente, el argumento contiene un subtexto que deja poco espacio a la ambiguedad: los comportamientos impredecibles y sus inercias de las redes sociales también son fácilmente manipulables por una figura anónima que disponga de los medios necesarios.

El ADN de Black Mirror sigue ahí.

Cómo siempre, Black Mirror no habla tanto de los peligros de los nuevos medios de comunicación, sino de la falta de madurez de la humanidad a la hora de manejarlos. Borrachos de este poder colectivo, nos erigimos como jueces parciales, jurados irresponsables y verdugos cobardes, amparados en la impunidad y naturaleza anónima de la red.

En cualquier caso, incluso en episodios tan fallidos como este, los guiones de Charlie Brooker y sus colaboradores no son aleccionadores y jamás deben ser interpretados como un sermón contra las nuevas tecnologías. Black Mirror siempre ha tenido cierto valor como una herramienta didáctica, invitándonos a estar a la altura del reto que ha supuesto el cambio de paradigma comunicativo de las últimas dos décadas.

Y para estar a la altura, quizás el primer paso sería acordar entre todos unas sólidas normas de educación interneteras básicas. Y a ser posible hacerlo antes de que todo esto se nos vaya de las manos y sea el estado el que tenga que meter mano, vía privación de libertades.

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