Un respeto a Los Felices Veinte

La cancelación del pro­gra­ma de Nacho Vigalondo es una noticia triste para los que pedimos a la no-ficción algo más que entrevistas lineales y fidelidad a las convenciones del late night.

Los Felices Veinte, sube el nivel del agua y la diversión

A principios de la pandémica feliz década de los veinte, surgió un programa de televisión radical, honesto y por desgracia con una audiencia absolutamente minoritaria que aunó libertad creativa, identidad autoral y un tratamiento increíblemente respetuoso hacia espectadores e invitados. Hace ya unos meses que Orange TV canceló ese programa y desde entonces la televisión española es un poco más aburrida.

Desde sus inicios, Vigalondo se refería a Los Felices Veinte como un «late night», una definición extraña desde mi punto de vista, ya que por un lado no era un formato en la tradición de lo que típicamente se podría considerar un late, y por otro, que gran parte de su público consumía el programa exclusivamente en Youtube, a la hora que le viniera mejor. Quizás la intención era precisamente poner en evidencia la rigidez de un género televisivo cada vez más atrapado en lo formulaico.

Los Felices Veinte era imaginación y respeto reverencial a los invitados

Más allá de impresiones personales sobre su calidad técnica y potencia creativa, lo que más me impresionaba de Los Felices Veinte era que transmitía un respeto descomunal tanto a los invitados como hacia los propios espectadores. Lo cual, en una época sobrecargada de cinismo, que premia ser un faltoso todo el rato, era algo realmente refrescante. Era un programa muy generoso y anti-nostálgico, que abogaba por reconciliar el diálogo entre las mal llamadas generaciones, permitiendo que «lo boomer», «lo millenial» o «lo Z» convivieran en un universo único. Los Felices Veinte se situaba en las antípodas de lo excluyente.

De hecho, el ADN del programa abrazaba la cultura como algo universal y no generacional, explorando iconos de nuestro pasado con una sensibilidad contemporánea, al mismo tiempo que se acercaba a referentes de la cultura veinteañera actual evitando en todo momento la -vomitiva- distancia irónica habitual en los late night de más éxito. Todo este buen rollo, sin embargo, estaba enmarcado en un universo de extrañeza, casi dadaísta, y a ratos, contestatario.

Ese inmenso respeto que vertebraba cada uno de los programas era palpable durante unas entrevistas, a las que seguramente se les pondría poner pegas desde un punto de vista periodístico, pero ni una sola desde un punto de vista humano. La aproximación a personajes tan distantes como Javier Gurruchaga, Quantum Fracture o Leonardo Dantés, siempre desde la reverencia a sus trayectorias y la reivindicación de su talento, es un ejemplo de generosidad del que deberían tomar nota muchos otros programas de entrevistas, especialmente más pulcros, correctos y tradicionales.

La etiqueta late night no le hacía justicia a Los Felices Veinte

La primera temporada empezó con altibajos y ecos de un programa tan inolvidable como Lo Más Plus. De hecho hubo algunas bajas e imprevistos, como la sección de la brillantísima Gaikan, que no terminaba de encajar como la parodia postmoderna de Ana García Siñeriz que, sospecho, pretendían que fuera. También el propio presentador abandonó por otros compromisos el programa durante unos meses, dejando algo cojo ese componente autohumillatorio (¡y autolesivo!) habitual de Vigalondo.

La segunda temporada, quizás siendo plenamente consciente de les quedaban cuatro telediarios, arrancó con una fuerza abrumadora, algo que dejaron claro durante su memorable homenaje musical a la última película de Leos Carax. El programa había alcanzado una estructura, ritmo y sofisticación propias de una producción consolidada que se permitía jugar constantemente con los límites del formato, y llevando a un nivel de leyenda el elemento que vertebraba toda el espectáculo: la co­li­sión en­tre los ro­les semi-ficticios de los pre­sen­ta­do­res y las expectativas de los per­ple­jos in­vi­ta­dos.

Personalmente, lo que más me fascinaba del programa, era el amor que transmitía por el audiovisual y su compromiso con la creación de un universo propio tangible, que encapsulaba con maestría todo aquel caos aparente dentro de una narrativa episódica perfectamente funcional. Definitivamente, el concepto de late night se quedaba muy corto para definir a Los Felices Veinte.

Cabe la posibilidad de que dentro de unos años, el caprichoso algoritmo de Youtube decida posicionar a Los Felices Veinte como un canal destacado, y que alguno de sus programas alcance decenas de millones de visualizaciones. Llegado ese momento quizás aquellos locos que sigan intentando reconciliar la televisión lineal con el vídeo bajo demanda, ya hayan comprendido que calcular el retorno de la inversión de forma cortoplacista es un error que solo se pueden permitir mastodontes empresariales como Netflix.

En esta era de sobredosis audiovisual y contenidos adaptados a cada micro-segmento poblacional, el éxito se medirá la capacidad de crear obras audaces, capaces de mantenerse relevantes y de generar valor en el medio y el largo plazo. Obras que no olvidemos en una semana. Obras que resurjan cada cierto tiempo. Obras como… *Le disparan con el megatrón para que se calle la puta boca*.

PD: Puedes ver todos los episodios de Los Felices Veinte, gratis en Youtube.